miércoles, 14 de octubre de 2015



HISTORIA DE LA QUÍMICA


ÉPOCA PRIMITIVA

La edad de piedra y el fuego

Los primeros materiales que usó el hombre eran universales, en el sentido de que se encuentran en cualquier parte: madera, hueso, pieles, piedras, etc. De todos ellos la piedra es el más duradero, y los útiles de piedra tallada son los documentos más claros de que disponemos actualmente para conocer aquel dilatado periodo. Por eso hablamos de la Edad de la Piedra.

La posibilidad de beneficiarse deliberadamente de algunos fenómenos químicos se hizo realidad cuando el hombre fue capaz de producir y mantener el fuego (lo que en términos históricos se conoce como «descubrimiento del fuego»). Tras este hallazgo el hombre se convirtió en un químico práctico al idear métodos para que la madera u otro material combustible se combinasen con el aire a una velocidad suficiente y producir así luz y calor, junto con cenizas, humo y vapores. Había que secar la madera y reducir a polvo una parte para utilizarla como yesca; había que emplear algún método como el frotamiento para alcanzar la temperatura de ignición, y así sucesivamente.

El calor generado por el fuego servía para producir nuevas alteraciones químicas: los alimentos podían cocinarse, y su color, textura y gusto cambiaban. El barro podía cocerse en forma de ladrillos o de recipientes. Y, finalmente, pudieron confeccionar cerámicas, piezas barnizadas e incluso objetos de vidrio

LA METALURGIA

Los primeros metales debieron de encontrarse en forma de pepitas. Y con seguridad fueron trozos de cobre o de oro, ya que éstos son de los pocos metales que se hallan libres en la naturaleza los metales presentan una ventaja sobre los demás objetos llamativos: son maleables, es decir, que pueden aplanarse sin que se rompan (la piedra, en cambio, se pulveriza, y la madera y el hueso se astillan y se parten).

Edad de cobre: El descubrimiento final de este hecho pudo haber ocurrido unos 4.000 años a. de C. en la península del Sinaí, al este de Egipto, o en la zona montañosa situada al este de Sumeria, lo que hoy es Irán. O quizá ocurriera simultáneamente en ambos lugares.

Edad de bronce: A la aleación (término que designa la mezcla de dos metales) de cobre y estaño se le llamó bronce, y hacia el año 2000 a. de C. ya era lo bastante común como para ser utilizado en la confección de armas y corazas.

El acontecimiento histórico más conocido de la Edad del Bronce fue la guerra de Troya, en la que soldados con armas y corazas de bronce disparaban flechas con punta de este metal contra sus enemigos. Un ejército sin armas de metal estaba indefenso frente a los «soldados de bronce», y los forjadores de aquella época gozaban de un prestigio semejante al de nuestros físicos nucleares. Eran hombres poderosos que siempre tenían un puesto entre los reyes.

Edad de hierro: La suerte iba a favorecer de nuevo al hombre de la Edad del Bronce, que descubrió un metal aún más duro: el hierro. Por desgracia era demasiado escaso y  precioso como para poder usarlo en gran cantidad en la confección de armaduras. En efecto, en un principio las únicas fuentes de hierro eran los trozos de meteoritos, naturalmente muy escasos.

Antes de que apuntaran los días gloriosos de Grecia, las artes químicas habían alcanzado un estado de desarrollo bastante notable. Esto era particularmente cierto en Egipto, donde los sacerdotes estaban muy interesados en los métodos de embalsamado y conservación del cuerpo humano después de la muerte. Los egipcios no sólo eran expertos metalúrgicos, sino que sabían preparar pigmentos minerales y jugos e infusiones vegetales.

De acuerdo con cierta teoría, la palabra khemeia deriva del nombre que los egipcios daban a su propio país: Kham. (Este nombre se usa también en la Biblia, donde, en la versión del rey Jacobo, se transforma en Ham.) Por consiguiente, khemeia puede ser «el arte egipcio».

Una segunda teoría, algo más apoyada en la actualidad, hace derivar khemeia del griego khumos, que significa el jugo de una planta; de manera que khemeia sería «el arte de extraer jugos». El mencionado jugo podría ser sustituido por metal, de suerte que la palabra vendría a significar el «arte de la metalurgia». Pero, sea cual sea su origen, khemeia es el antecedente de nuestro vocablo QUÍMICA.

Grecia: los elementos

Hacia el año 600 a. de C, el sutil e inteligente pueblo griego dirigía su atención hacia la naturaleza del Universo y la estructura de los materiales que lo componían. Los eruditos griegos o «filósofos» (amantes de la sabiduría) estaban más interesados en el «por qué» de las cosas que en la tecnología y las profesiones manuales. En resumen, fueron los primeros que se enfrentaron con lo que ahora llamamos teoría química.

El primer teórico fue Tales (aproximadamente 640-546 a. de C). Quizá existieron griegos anteriores a Tales, e incluso otros hombres anteriores a los griegos, capaces de meditar correcta y profundamente sobre el significado de los cambios en la naturaleza de la materia, pero ni sus nombres ni su pensamiento han llegado hasta nosotros.

Tales debió de plantearse la siguiente cuestión: si una sustancia puede transformarse en otra, como un trozo de mineral azulado puede transformarse en cobre rojo, ¿cuál es la naturaleza de la sustancia? ¿Es de piedra o de cobre? ¿O quizá es de ambas cosas a la vez? ¿Puede cualquier sustancia transformarse en otra mediante un determinado número de pasos, de tal manera que todas las sustancias no serían sino diferentes aspectos de una materia básica?

Tales decidió que este elemento era el agua. De todas las sustancias, el agua es la que parece encontrarse en mayor cantidad. El agua rodea a la Tierra; impregna la atmósfera en forma de vapor; corre a través de los continentes, y la vida es imposible sin ella. La Tierra, según Tales, era un disco plano cubierto por la semiesfera celeste y flotando en un océano infinito.

Los griegos no aceptaban la noción de vacío y por tanto no creían que en el espacio que hay entre la Tierra y el distante cielo pudiera no haber nada. Y como en la parte de este espacio que el hombre conocía habia aire, parecía razonable suponer que también lo hubiese en el resto.

Tal pudo haber sido el razonamiento que llevó a Anaxí-menes, también de Mileto, a la conclusión, hacia el 570 a. de C, de que el aire era el elemento constituyente del Universo. Postuló que el aire se comprimía al acercarse hacia el centro, formando así las sustancias más densas, como el agua y la tierra.

Por otra parte, el filósofo Heráclito (aproximadamente 540-475 a. de C), de la vecina ciudad de Éfeso, tomó un camino diferente. Si el cambio es lo que caracteriza al Universo, hay que buscar un elemento en el que el cambio sea lo más notable. Esta sustancia, para él, debería ser el fuego, en continua mutación, siempre diferente a sí mismo. La fogosidad, el ardor, presidían todos los cambios.

Pitágoras de Samos (aproximadamente 582-497 a. de C.) natural de una isla no perteneciente a Jonian, abandonó Samos en el 529 a. de C. para trasladarse al sur de Italia, donde se dedicó a la enseñanza, dejando tras de sí un influyente cuerpo de doctrina.

Empédocles (aproximadamente 490-430 a. de C), nacido en Sicilia, fue un destacado discípulo de Pitágoras, que también trabajó en torno al problema de cuál es el elemento a partir del que se formó el Universo. Las teorías propuestas por sus predecesores de la escuela jónica lo pusieron en un compromiso, porque no veía de qué manera iba decidirse por una u otra. Pero, ¿por qué un solo elemento? ¿Y si fueran cuatro? Podían ser el fuego de Heráclito, el aire de Anaxímenes, el agua de Tales y la tierra, que añadió el propio Empédocles.

Aristóteles (384-322 a. de C), el más influyente de los filósofos griegos, aceptó esta doctrina de los cuatro elementos. No consideró que los elementos fuesen las mismas sustancias que les daban nombre. Es decir, no pensaba que el agua que podemos tocar y sentir fuese realmente el elemento «agua»; simplemente es la sustancia real más estrechamente relacionada con dicho elemento. Aristóteles concibió los elementos como combinaciones de dos pares de propiedades opuestas: frío y calor, humedad y sequedad. Las propiedades opuestas no podían combinarse entre sí. De este modo se forman cuatro posibles parejas distintas, cada una de las cuales dará origen a un elemento: calor y sequedad originan el fuego; calor y humedad, el aire; frío y sequedad, la tierra; frío y humedad, el agua. 

Grecia: los átomos

Otro importante tema de discusión encontró un amplio desarrollo entre los filósofos griegos: el debate sobre la divisibilidad de la materia. Los trozos de una piedra partida en dos, incluso reducida a polvo, siguen siendo piedra, y cada uno de los fragmentos resultantes puede volver a dividirse. Estas divisiones y subdivisiones ¿pueden continuar indefinidamente?

El jonio Leucipo (aproximadamente 450 a. de C.) parece que fue el primero en poner en tela de juicio la suposición aparentemente natural que afirma que cualquier trozo de materia, por muy pequeño que sea, siempre puede dividirse en otros trozos aún más pequeños. Leucipo mantenía que finalmente una de las partículas obtenidas podía ser tan pequeña que ya no pudiera seguir dividiéndose.

Su discípulo Demócrito (aproximadamente 470-380 a. de C.) afincado en Abdera, ciudad al norte del Egeo, continuó en esta línea de pensamiento. Llamó átomos, que significa «indivisible», a las partículas que habían alcanzado el menor tamaño posible. Esta doctrina, que defiende que la materia está formada por pequeñas partículas y que no es indefinidamente divisible, se llama atomismo. Demócrito supuso que los átomos de cada elemento eran diferentes en tamaño y forma, y que eran estas diferencias las que conferían a los elementos sus distintas propiedades. Las sustancias reales, que podemos ver y tocar, están compuestas de mezclas de átomos de diferentes elementos, y una sustancia puede transformarse en otra alterando la naturaleza de la mezcla

Para muchos filósofos, y especialmente para Aristóteles, la idea de una partícula de materia no divisible en otras menores resultaba paradójica, y no la aceptaron. Por eso teoría atomista se hizo impopular y apenas se volvió a tener en cuenta hasta dos mil años después de Demócrito. Sin embargo, el atomismo nunca murió del todo. Epicuro (342-270 a. de C.) lo incorporó a su línea de pensamiento, y el epicureismo se granjeó muchos seguidores en los siglos siguientes. El movimiento de los átomos origina el Universo. Uno de ellos fue el poeta romano Tito Lucrecio Caro (95-55 a. de C), conocido simplemente por Lucrecio. Expuso la teoría atomista de Demócrito y Epicuro en un largo poema titulado De Rerum Natura («Sobre la naturaleza de las cosas»). Muchos lo consideran el mejor poema didáctico jamás escrito.

El Periodo de la alquimia 500 d.c -1600

En cierta manera el pensamiento griego desapareció del mundo romano. La Cristiandad se había escindido en sectas; una de ellas era la de los nestorianos, así llamados porque sus miembros seguían las enseñanzas del monje sirio Nestorio, que vivió en el siglo V. Los cristianos ortodoxos de Constantinopla persiguieron a los nestorianos, algunos de los cuales huyeron hacia el este, hasta Persia. Allí los monarcas persas los acogieron con gran deferencia (posiblemente con la esperanza de utilizarlos contra Roma).

Durante la edad media y aun durante el Renacimiento, muchos hombres llamados alquimistas estuvieron dedicados a la observación directa de la materia. Ellos desarrollaron ampliamente el campo experimental, pero limitaron en exceso, el valor potencial de sus hallazgos al mantenerlos bajo estricto secreto. Aunque no tuvieron éxito conocido en la obtención de la piedra filosofal o el elixir de la vida, si lograron nuevos elementos, como el arsénico, el antimonio, el bismuto y algunos de sus compuestos, al igual que el desarrollo de piezas fundamentales de algunos equipos (balones de destilación, hornos, etc) y, desde luego, el perfeccionamiento de sus habilidades experimentales.

Durante el siglo VII (570-632), los árabes llegaron a dominar en muchas áreas del conocimiento humano. De hecho en árabe, la palabra khemeia llegó a convertirse en al-kimiya, la cual se generalizó en Europa como “alquimia”. En la actualidad se denomina con este término, al desarrollo de todos los conocimientos y aplicaciones de la química entre los años 300 y 1600 d.C.

Entre los años 300 y 1100 d. de C. la historia de la química en Europa es prácticamente un vacío. Después del 650 d. de C. el mantenimiento y la extensión de la alquimia greco-egipcia estuvo totalmente en manos de los árabes, situación que perduró durante cinco siglos. Quedan restos de este período en los términos químicos derivados del árabe: alambique, álcali, alcohol, garrafa, nafta, circón y otros.

La alquimia árabe rindió sus mejores frutos en los comienzos de su dominación. Así, el más capacitado y célebre alquimista musulmán fue Jabir ibn-Hayyan (aproximadamente 760-815 d. de C), describió el cloruro de amonio y enseñó cómo preparar albayalde (carbonato de plomo). Destiló vinagre para obtener ácido acético fuerte, el ácido más corrosivo conocido por los antiguos. Preparó incluso ácido nítrico débil que, al menos en potencia, era mucho más corrosivo.

Sin embargo, la mayor influencia de Jabir reside en sus estudios relacionados con la transmutación de los metales. Consideraba que el mercurio era el metal por excelencia, ya que su naturaleza líquida le confería la apariencia de poseer una proporción mínima de material terroso. Por su parte, el azufre poseía la notable propiedad de ser combustible (y además poseía el color amarillo del oro). Jabir creía que los diversos metales estaban formados por mezclas de mercurio y azufre, y solamente restaba hallar algún material que facilitase la mezcla de mercurio y azufre en la proporción necesaria para formar oro.

Seguidor de Jabir, y poseedor de análogos conocimientos y reputación, fue el alquimista persa Al Razi (aproximadamente 850-925), conocido más tarde en Europa como Rhazes. También él describió cuidadosamente su trabajo, preparando, por ejemplo, emplasto de París, y describiendo el modo en que podía emplearse para hacer enyesados que mantuviesen en su sitio los huesos rotos. Igualmente estudió y describió el antimonio metálico. Al mercurio (que era volátil, esto es, forma vapor al calentarlo) y al azufre (que era inflamable) añadió la sal como tercer principio en la composición general de los sólidos, porque la sal no era ni volátil ni inflamable.

Alberto de Bollstadt (aprox. 1200-1280) fue un filósofo cristiano, poseedor de unos amplios conocimientos y sabiduría, que le ganaron el título de San Alberto Magno, patrono de los científicos. Se erigió como el primer alquimista europeo importante, y en los escritos que describen sus experimentos, detalla con precisión el arsénico, por lo que se le considera su descubridor, aunque probablemente este ya era conocido por los antiguos alquimistas.

Siglos más tarde, el alemán Georg Bauer (1494-1555), conocido como “Agrícola”, recopiló en su libro De Re Metállica, el uso práctico que se le daba a los minerales en esa época, y en el que se describe el bismuto, por lo que algunos le atribuyen su descubrimiento, pese a que este era producido en Alemania antes del siglo XV. Asimismo, el suizo Teophrastus Bombastus von Hohenheim (1493-1591) mejor conocido por el seudónimo de “Paracelso”, en su búsqueda de la “piedra filosofal” obtuvo el cinc y con frecuencia se le considera su descubridor, aunque este, puro o en forma de aleación con el cobre (latón), ya se empleaba en la India y en China desde antes del siglo XVI.

Alrededor de 1670, el alquimista alemán Henning Brandt (aprox. 1692) consiguió aislar el fósforo, obteniéndolo a partir de la orina, en la cual creía podía conseguir la “piedra filosofal”. Brandt ha ser llegado a ser conocido como “el último alquimista” y fue el primer hombre en reportar el descubrimiento de un elemento desconocido hasta la época, previamente al desarrollo de la ciencia moderna.

La transición

Con todo, y a pesar de su avance, el conocimiento químico quedó retrasado respecto a otras ramas de la ciencia. La importancia de las mediciones cuantitativas y de la aplicación de técnicas matemáticas a la astronomía había sido reconocida desde muy antiguo. Una razón para ello es que los problemas astronómicos que ocupaban a los antiguos eran relativamente simples, y algunos de ellos podían abordarse bastante bien incluso con la geometría plana.

El científico italiano Galileo Galilei (1564-1642), que en los años 1590-99 estudió el comportamiento de los cuerpos durante su caída, protagonizó espectacularmente la aplicación de las matemáticas y las mediciones cuidadosas a la física. Los resultados de su trabajo condujeron, casi un siglo después, a las importantes conclusiones del científico inglés Isaac Newton (1642-1727). En su libro Principia Mathematica, publicado en 1687, Newton introdujo sus tres leyes del movimiento, que durante más de dos siglos sirvieron como base a la ciencia de la mecánica. En el mismo libro Newton presentó su teoría de la gravitación, que también durante más de dos siglos constituyó una explicación adecuada de las observaciones sobre el universo y que, dentro de los límites de nuestras observaciones personales y de las velocidades que podemos alcanzar, continúa siendo válida en la actualidad. En relación con esta teoría Newton utilizó el cálculo infinitesimal, una nueva y poderosa rama de las matemáticas que él mismo ideó.

Giardano Bruno llevado a la hoguera, por afirmar que la hostia sagrada solo podía saber a Pan, si estaba hecha de átomos de Pan y si decía la carne de Dios era en sentido figurado. Los átomos no se mueven por si mismo si no por obra de Dios, cristianizando de esta manera los átomos, y que los átomos pueden unirse  para formar partículas intermedias secundarias llamadas MOLECULAS.

Con todo, los químicos hacían progresos, y ya en la época de Galileo aparecen débiles indicios de la futura revolución química. Tales indicios surgen, por ejemplo, en los trabajos del médico flamenco Jean Baptiste Van Helmont (1577-1644). Cultivó un árbol en una cantidad determinada de tierra, añadiendo agua periódicamente y pesándolo con cuidado a medida que crecía. Desde el momento en que esperaba descubrir el origen de los tejidos vivientes formados por el árbol, estaba aplicando la medición a problemas de química y biología.

Hasta la época de Van Helmont, la única sustancia aérea conocida y estudiada era el aire mismo, que parecía lo suficientemente distinto de las otras sustancias como para servir de elemento a los griegos. En realidad, los alquimistas habían obtenido con frecuencia «aires» y «vapores» en sus experimentos, pero eran sustancias escurridizas, pesadas de estudiar y observar y fáciles de ignorar. El misterio de estos vapores estaba implícito en el nombre que se dio a los líquidos fácilmente vaporizables: «espíritus», una palabra que originalmente significaba «suspiro» o «aire», pero que también tenía un sentido evidente de algo misterioso y hasta sobrenatural. Todavía hablamos de «espíritus» para ciertos alcoholes o para la trementina. El alcohol es, con mucho, el más antiguo y mejor conocido de los líquidos volátiles; tanto, que en inglés la palabra «spirits» ha terminado por aludir específicamente a los licores alcohólicos.

Van Helmont fue el primero en considerar y estudiar los vapores que él mismo producía. Observó que se parecían al aire en su apariencia física, pero no en todas sus propiedades. En particular, obtuvo los vapores de la madera al arder, que parecían aire, pero que no se comportaban como tal.

Para Van Helmont, estas sustancias parecidas al aire, sin volumen ni forma determinados, eran algo semejante al «chaos» griego: la materia original, informe y desordenada, a partir de la cual (según la mitología griega) fue creado el universo. Van Helmont aplicó a los vapores el nombre de «chaos», que pronunciado con la fonética flamenca se convierte en gas. Este término se aplica todavía a las sustancias parecidas al aire. Van Helmont llamó al gas que obtuvo de la madera «gas silvestre» («gas de madera»). Era el que actualmente llamamos dióxido de carbono. El estudio de los gases, la forma más sencilla de materia, fue el primero que se prestó a las técnicas de medición precisa: sirvió de camino al mundo de la química moderna.

La ley de boyle

El físico italiano Evangelista Torricelli (1608-47) logró probar, en 1643, que el aire ejercía presión. Demostró que el aire podía sostener una columna de mercurio de setenta centímetros de altura y con ello inventó el barómetro. Los gases, de repente, perdieron su misterio. Eran materiales, poseían peso, como los líquidos y los sólidos más fácilmente estudiados. Se diferenciaban de ellos sobre todo en su densidad mucho más baja. La presión ejercida por el peso de la atmósfera fue demostrada de modo espectacular por el físico alemán Otto von Guericke (1602-86). Inventó una bomba de aire con la que se podía extraer éste de un recipiente, de manera que la presión del aire en el exterior no llegaba a igualarse con la presión del aire interior

En 1661, el irlandes Robert Boyle (1627-1691) publicó su libro “El Químico Escéptico”, en el cual se utiliza por primera vez el término “químico”, en lugar de “alquimista” (este paralelismo es más notorio en el idioma ingles, ya que estas palabras se traducen respectivamente como “chemist” y “alchemist”). Aun cuando él consideraba a los elementos como las sustancias más simples primarias de las cuales se formaban todos los demás materiales, no estaba de acuerdo en identificarlos con sus homólogos aristotélicos, aire, agua, tierra y fuego.

Este tipo de demostraciones despertaron gran interés por las propiedades del aire. Y excitaron en particular la curiosidad del químico irlandés Robert Boyle (1627- 91), quien proyectó una bomba de aire más perfeccionada que la de Guericke. En vez de, por así decir, extraer el aire de un recipiente aspirándolo, probó el procedimiento opuesto de comprimirlo.

Boyle fue el primero en dar una definición de elemento químico: “Entiendo por elementos, con la misma convicción con que aquellos químicos hablan categóricamente de sus Principios, a ciertos cuerpos primitivos y simples, o perfectamente no mezclados que, no estando constituidos por otros cuerpos –o uno por otro-, son los ingredientes de los cuales todos los cuerpos perfectamente mixtos se encuentran compuestos, y en los cuales estos últimos se resuelven cuando son divididos hasta las últimas consecuencias”. Según esto, una sustancia simple podía considerarse un elemento, solo hasta que se pudiera convertirla en dos ó mas sustancias aún más simples todavía.

El flogisto años 1700-1777

Según las antiguas concepciones griegas, todo lo que puede arder contiene dentro de sí el elemento fuego, que se libera bajo condiciones apropiadas. Las nociones alquímicas eran semejantes, salvo que se concebían los combustibles como algo que contenían el principio del «azufre» (no necesariamente el azufre real).

Por aquel entonces, los alquimistas dejaban poco a poco de dar vueltas en círculos y empezaban a marchar al frente con paso lento pero seguro. Aunque los antiguos griegos creían que la tierra era un elemento, Johann Joachim Becher se dio cuenta de la existencia de al menos tres diferentes tipos de “tierras. Encontró una tierra de la que pueden extraerse metales, otra que sirve para fabricar vidrio y otra más que es combustible. Esta última se asoció con el principio de la combustibilidad o azufre filosófico. Sin embargo, Becher prefirió llamarle flogisto.

En 1669, un químico alemán, Johann Joachim Becher (1635-82), trató de racionalizar más esta concepción, introduciendo un nuevo nombre. Imaginó que los sólidos estaban compuestos por tres tipos de «tierra». Una de ellas la llamó «térra pinguis» («tierra crasa»), y la intuyó como el principio de la inflamabilidad.

Los científicos del siglo XVIII estuvieron interesados en los procesos de combustión y desarrollaron varias teorías para explicarlos. En 1702 Georg Ernst Stahl (1660-1734), un científico alemán, propuso la teoría que durante la quema o combustión de la materia combustible se desprendía una sustancia que llamó flogisto, que significa llama, de una palabra griega que significa «hacer arder». Desarrolló después un esquema -basado en el flogisto- que pudiera explicar la combustión. Esta teoría fue ampliamente aceptada durante 75 años. Una de las razones para su aceptación fue la falta de químicos que visualizaron la importancia de utilizar sistemas de pesada que garantizaran pesos exactos de los materiales, antes y después de la combustión. Desarrolló después un esquema -basado en el flogisto- que pudiera explicar la combustión.

Stahl mantenía que los objetos combustibles eran ricos en flogisto, y los procesos de combustión suponían la pérdida del mismo en el aire. Lo que quedaba tras la combustión no tenía flogisto y, por tanto, no podía seguir ardiendo. Así, la madera tenía flogisto, pero las cenizas no.

Además, Stahl sostenía que el enmohecimiento de los metales era análogo a la combustión de la madera, y afirmó que los metales contenían flogisto, pero no así cuando estaban enmohecidos (o «calcinados»). La idea era importante, porque permitió proponer una explicación razonable sobre la conversión de las menas minerales en metal, el primer gran descubrimiento químico del hombre civilizado. La explicación consistía en esto: una mena mineral, pobre en flogisto, se calienta con carbón vegetal, muy rico en flogisto. El flogisto pasa desde el carbón al mineral, es decir, el carbón vegetal rico en flogisto se transforma en cenizas pobres en flogisto, mientras que con el mineral ocurre precisamente lo contrario.

Stahl consideró que el aire resultaba útil en la combustión sólo de un modo indirecto. Servía únicamente como transportador, captando el flogisto según abandonaba la madera o el metal y transfiriéndolo a alguna otra cosa (si es que la había disponible).

La teoría de Stahl sobre el flogisto encontró oposición al principio, en particular la de Hermann Boerhaave (1668-1738), un físico holandés, quien argüía que la combustión ordinaria y el enmohecimiento no podían ser diferentes versiones del mismo fenómeno.

Está claro que en un caso hay presencia de llama y en el otro no. Pero para Stahl la explicación era que en la combustión de sustancias tales como la madera, el flogisto se libera tan rápidamente que su paso calienta los alrededores y se vuelve visible en forma de llama. En el enmohecimiento, la pérdida de flogisto es más lenta, y no aparece llama.

A pesar de la oposición de Boerhaave, la teoría del flogisto ganó popularidad a lo largo del siglo XVIII. En la década de los setenta era casi universalmente aceptada por los químicos, desde el momento en que parecía explicar tantas cosas y tan claramente.

Pero quedaba una dificultad que ni Stahl ni sus seguidores lograron explicar. Las sustancias más combustibles, como la madera, el papel y la grasa, parecían consumirse en gran parte al arder. El hollín o las cenizas restantes eran mucho más ligeras que la sustancia original, lo cual era de esperar, ya que el flogisto había abandonado la sustancia original. Sin embargo, cuando los metales se enmohecían, también perdían flogisto, de acuerdo con la teoría de Stahl, pero el metal enmohecido era más pesado que el original (un hecho que los alquimistas habían observado ya en 1490). ¿Podía el flogisto tener peso negativo, de modo que una sustancia al perderlo pesaba más que antes, como mantenían algunos químicos del siglo XVIII? En ese caso, ¿por qué la madera perdía peso al arder? ¿Había dos tipos de flogisto, uno con peso positivo y otro con peso negativo?

Quimica Moderna

La mayoría de los historiadores de la ciencia localizan los comienzos del periodo moderno de la química en los trabajos del químico francés Antoine Lavoisier (1743-1794) quien hizo uso extensivo de la balanza en los estudios químicos, trabajo en el campo de la combustión y desarrollo una importante teoría sobre los ácidos. La innovación del uso de la balanza fue el primer paso efectivo para hacer de la química una ciencia exacta. Lavoisier propone la idea de que los compuestos químicos están formados por elementos.

En la química moderna, la piedra filosofal ha sido sustituida por una fe fundamental en la importancia del entendimiento de las leyes físicas que gobiernan el movimiento de los átomos y las moléculas. Esta creencia a fomentado el desarrollo de los métodos para convertir minerales, gases y aceites naturales de bajo coste en sustancias de gran valor comercial.

Durante los últimos 150 años este enfoque a transformado nuestro mundo por completo. El descubrimiento de procedimientos químicos para convertir hierro en acero, desempeñó un papel importante en la revolución industrial. En el siglo XX se ha logrado un aumento considerable en el rendimiento de cereales por hectárea de tierra de cultivo, gracias al descubrimiento hecho en Alemania en 1908 (conversión del nitrogeno del aire en abono nitrogenado). De la misma manera la profundización del conocimiento de las estructuras y de las reacciones de los compuestos (orgánicos) del carbono ha hecho posible la producción de medicamentos y fibras sinteticas que afectan la vida de todos.

Durante este periodo se desarrollaron los más importantes avances de la química. Se estudiaron los gases para establecer formas de medición que fueran más precisas. El concepto de elemento como una sustancia que no podía descomponerse en otras, la periodicidad de los elementos químicos, la teoria atómica, la radiactividad, la energía eléctrica y nuclear, entre otro. Los tiempos modernos que se inician en el siglo XVIII cuando adquiere las características de una ciencia experimental. Se desarrollan métodos de medición cuidadosos que permiten un mejor conocimiento de algunos fenómenos, como el de la combustión de la materia.

Dalton fue el primero que basándose en hechos experimentales construyó una teoría científica en base a la existencia de átomos. En ella, se postulaba la indivisibilidad atómica (los presentaba como diminutas bolitas homogéneas), idea que permitió el logro de resultados extraordinarios.

Sin Embargo a fines del Siglo XIX y comienzos del siguiente, diversas experiencias sugirieron que el átomo era divisible, es decir, se hallaba compuesto por otros corpúsculos. En efecto, J. J. Thomson (1856-1940) observó que, en ocasiones, escapaban partículas cargadas con electricidad negativa a las que denominó electrones. A partir de ello Thomson concibió al átomo en 1898 como una esfera de electricidad positiva en la que los electrones negativos estarían incluidos. Casi toda la masa del átomo estaría asociada a la electricidad positiva, conclusión que se deducía al observar como los fragmentos positivos de los átomos eran mucho más pesados que los electrones. En 1911, pesados que los electrones. En 1911, lord Rutherford llevó a cabo un experimento, hoy clásico, para comprobar la verdad del modelo de Thomson: consistió en investigar la dispersión de las partículas alfa al atravesar delgadas láminas metálicas. Según el Modelo de Thomson, el metal estaría formado por átomos, que serían esferas positivas conteniendo electrones negativos, es decir, que el metal sería un mar de electricidad positiva con cargas negativas en su seno. Puesto que las partículas alfa poseen gran energía se pensó que atravesarían en línea recta la lámina metálica, y dado que la carga positiva y la masa estarían uniformemente repartidas por todo el metal no existía razón para que las partículas alfa se desviasen de su trayectoria inicial y no se abriesen paso rectilíneo a través del metal.

En el experimento las partículas alfa provenían de un elemento radioactivo, el Polonio, una placa gruesa de plomo con un orificio permite el paso de un haz de dichas partículas; en el trayecto de ese haz se coloca una lámina metálica, y finalmente, una pantalla recubierta de sulfuro de cinc permite detectar la llegada de las partículas.

Conforme a lo esperado, el 99% de las partículas alfa pasaron línea recta, pero hubo algunas que se desviaron ángulos bastante grandes, y un número muy reducido de ellas se reflejaron y retrocedieron sus trayectorias. Para Rutherford el resultado era increíble. He aquí sus propias palabras: "era casi tan increíble como si alguien disparase una granada de 15 pulgadas contra un trozo de papel de seda, fuese rechazada y golpease al lanzador". El modelo de Thomson no era capaz de explicar tan grandes desviaciones. Si la carga positiva y la masa estuviesen uniformemente repartidas por todo el metal, una partícula alfa no tropezaría con grandes obstáculos ni experimentaría repulsiones fuertes en ningún punto de su trayectoria. Según Rutherford, la única posibilidad de espaciar una desviación tan grande es admitir que la electricidad positiva y la masa se concentran en regiones my pequeñas. Así Rutherford sugirió que el átomo posee un núcleo o centro, en el que se encuentra su masa y su carga positiva con electrones girando a su alrededor del núcleo en órbitas circulares (algo parecido a los planetas girando alrededor del Sol.

Calculando el porcentage de partículas que se desviaron, las que pasaron y las que se reflejaron se pudo calcular el tamaño que ocupa el núcleo en comparación con el que ocupan los electrones. Se dedujo que el núcleo ocupa una parte muy reducida del átomo, que prácticamente está ocupado por los electrones. Estableciendo una comparación: si el núcleo creciese hasta adquirir el tamaño del punto tipográfico con que termina esta frase, la totalidad de átomo sería mayor que una casa.

La objeción más seria que recibió este modelo, y que obligó a su abandono, fue la de que según las leyes físicas clásicas del electrón, poseedor inicialmente de una cierta cantidad de energía, la iría perdiendo en forma de ondas electromagnéticas, lo que provocaría la precipitación de dicha partícula sobre el núcleo. De este modo, el átomo, como tal, que daría destuído, contrariamente a lo que ocurre en la realidad.

Para superar la anterior objeción, el físico danés Niels Bohr recurrió a la denominada teoría de los cuantos formulada por el alemán M. Planck (1858-or el alemán M. Planck (1858-1947). 

Según la concepción de Bohr, los electrones sólo pueden circular alrededor del núcleo atómico en ciertas órbitas circulares, seleccionada de acuerdo con unas leyes expresables matemáticamente.

La hipótesis de Bohr fue rápidamente aceptada, pero pronto requirió de ciertas modificaciones para explicar las nuevas observaciones. La más importante fue la de Sommerfield, que a fin de permitir la introducción de un nuevo concepto, el desdoblamiento de cada nivel de energía en subniveles, introdujo la elipticidad de las órbitas.

La concepción Bohr-Sommerfield tiene un carácter intuitivo, pero no explica suficientemente los fenómenos observados. Por ello a debido abandonarse por otro modelo, mucho más difícil de comprender, que se basa en el concepto matemático de probabilidad. Dicho modelo afirma que no se puede afirmar con exactitud en que punto se encuentra el electrón: no obstante, si se puede prever en que región del espacio se hallará muy probablemente en un instante determinado. A esta región se la llama orbital.

Tras el descubrimiento de los rayos X se abrió una nueva era en la química. El físico británico Charles Govler Barkla descubrió que, cuando los rayos X se dispersaban al atravesar un metal, dichos rayos, refractados tenían un sensible poder de penetración que dependía de la naturaleza del metal. En otras palabras, cada elemento producía sus rayos X característicos.

Existían algunas dudas de si los rayos X eran corrientes de pequeñas partículas o si consistían en radiaciones de carácter ondulatorio similares, en ese sentido, a la luz.

El físico alemán Max Theodore Felix von Laue demostró que se trataba de radiaciones con carácter ondulatorio. Con este descubrimiento, muchos científicos se sintieron impulsados a investigar estas nuevas radiaciones, tan espectacularmente penetrantes. Antoine-Henri Becquerel se había mostrado interesado por la fluorescencia, osea la radiación visible.

Becquerel escubrió una sustancia, el sulfato de uranilo potásico (que cada una de sus moléculas contenía un áe;culas contenía un átomo de uranio), que emitía radiación capaz de atravesar delgadas láminas de metal (en esa época solo se conocían los rayos X como la radiación capaz de atravesar delgadas cepas de metal). Becquerel expuso el sulfato al sol (para que la luz UV estimulara la fluorescencia) sobre una placa fotográfica. Pero entonces el cielo se nubló por densos nubarrones y como sin sol el experimento no resultaría, retiró la placa y el sulfato. Luego de unos días decidió revelar las placas con la esperanza de que, a pesar de la falta de luz directa, se hubiera emitido una pequeña cantidad de rayos X. Para su sorpresa la placa estaba totalmente negra a causa de una intensa radiación. Becquerel llegó a la conclusión de que esa radiación fue emitida por el uranio contenido en el sulfato ntenido en el sulfato de uranilo potásico. Este descubrimiento impresionó profundamente a los químicos y muchos comenzaron a trabajar con este fenómeno. Uno de ellos fue la joven químico Marie Sklodowska casada con Pierre Courie.

Marie Courie decidió medir la cantidad de radiación emitida por el uranio. Marie Curie fue la que sugirió el términio de radioactividad y encontró una segunda sustancia radioactiva, el torio. Se descubrieron nuevos tipos de radiación como los rayos gamma y se descubrió que los elementos radioactivos emitían radiación mientras se iban convirtiendo paulatinamente en otras sustancias, se podría decir que sería cm una versión moderna de la transmutación. Los Curie descubrieron que la pechblenda (fuente natural del uranio) contenía regiones más radioactivas. Consiguieron toneladas de pechblenda y se instalaron en un cobertizo en condiciones precarias desmenuzaron la pechblenda en busca de nuevos elementos. En julio de 1898 habían aislado un polvo negro 400 veces más radioactivo que el uranio. Este elemento se colocó en la tabla periódica y los Curie lo bautizaron Polonio en honor a su país. Sig en honor a su país. Siguieron trabajando y ese mismo año encontraron un elemento aún más radioactivo que el polonio y lo llamaron radio.

Los Curie fueron los pioneros en la investigación de los elementos radioactivos. Marie Curie murió de cáncer a causa de los trabajos con radiación que realizaba sin protección alguna. Ya a principios del siglo XX se siguieron sumando elementos a la tabla periódica. Para ese entonces casi todos los elementos "pequeños" estaban descubiertos. Elementos cada vez más pesados se fueron sumando a la tabla hasta el día de hoy que se conocen elementos con pesos atómicos mayores a 100 (el más pesado tiene un peso atómico de 110.

Es así como la química juega un importantísimo papel en la vida moderna y lo seguirá haciendo en los años venideros. Los productos químicos son esenciales si la población mundial debe ser vestida, alimentada y resguardada. Las reservas mundiales de combustibles fósiles se irán eventualmente agotando y nuevos procesos y materiales proveerán al mundo del siglo XXI de fuentes de energía alternativa, entre otras cosas.


NOTA: Parte de la información de este documento es un resumen del libro de Isaac Asimo. Breve historia de la química Introducción a las ideas y conceptos de la química


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